Si Terapia Deportiva tuviera un estadio y una afición, o si fuera un club de fútbol, nunca sería el Rayo. Tampoco ningún otro: los cuatro papanatas que integran este programa apenas saben utilizar una cafetera de cápsulas. Nadie nunca podría ser el Rayo, en realidad. Ni el Madrid, ni el Barça, ni el Atleti, ni el Al-Nassr, ni Las Palmas, ni el Mirandés, ni Mbappé, ni Salah, ni Musiala, ni James, ni Jesé, ni Catar, ni Arabia Saudí, ni Estados Unidos (bueno, cuidado). Vallecas es de los pocos resquicios que nos quedan de un fútbol que se nos va de las manos, que nos engulle y que nos hace creer que no, que sigue existiendo por y para nosotros. Paco Jémez, Andoni Iraola o Íñigo Pérez, da igual: ver a Andrei Rațiu proteger un balón mientras mira y habla con la linier, o a los jugadores calentando a menos de un metro de la grada, o a Alberto Bueno resubiendo historias de Instagram repanchingado en el área de television, o tararear The Final Countdown después de celebrar un gol como si hubiese sido tuyo, todo, todo lo que a uno se le pueda ocurrir y que suceda o pueda suceder en el Estadio de Vallecas, todo, trasciende: es la casa del infrarrealismo. Ahora sí, si Roberto Bolaño o Mario Santiago tuvieran un estadio y una afición, o si fueran un club de fútbol, sin duda serían el Rayo Vallecano de Madrid (o de México, o de Chile, o de donde sea).